JULIO A. MÁÑEZ, El país, 03/04/2008
Una de las víctimas de la cultura de escaparate que con tanto afán practica el Gobierno de Francisco Camps es la escena teatral valenciana, que proporciona una especie de encefalograma plano desde hace ya bastante tiempo. Las causas de una situación que cabe calificar de dramática son variadas, pero da la casualidad de que se apoyan unas a otras para ir consumando el desastre. Está por hacer en detalle la historia del teatro público valenciano desde 1987, fecha de la puesta en marcha del Centre Dramàtic de la Generalitat, hasta nuestros días, pero hay que constatar que aquel primer paso tuvo su importancia y colocó a esta comunidad en el mapa escénico español, a menudo pese a la actitud de una profesión autóctona que tomó desde el principio aquel organismo como una simple ventanilla de reclamaciones en la que solicitar el pago por no se sabe bien qué servicios prestados. Unos lo consiguieron y otros no, pero la enemiga fue constante desde los tiempos de Antonio Diaz Zamora como director hasta el final del mandato de Antoni Tordera, hasta el punto de que compañías teatrales de segunda o tercera fila exigían su programación en el Principal de Valencia en cada celebración del Día Mundial del Teatro, un día, por cierto, que este año ha pasado por aquí como de puntillas, tan escaso es lo que hay que celebrar.
Sería un error subsumir esa desidia en la crisis general que desde siempre afectaría al teatro, ya que basta con echar una mirada a la programación en ciudades como Madrid, Barcelona, Bilbao o Sevilla, y al creciente número de espectadores que cosechan, para relativizar la crisis o al menos para contextualizarla geográficamente. Al contrario, todo indica que una programación arriesgada sin mengua de la sensatez contribuye al crecimiento de la asistencia a los teatros, debido tal vez a que el espectador empieza a fatigarse de los a menudo deleznables entretenimientos que vomitan las televisiones. Por extraño que les parezca a algunos, lo interactivo no reposa siempre sobre un soporte digital, de modo que aumenta el número de personas que prefieren asistir desde la oscuridad de la fila de butacas a la respiración, el sudor y el movimiento de los actores sobre un escenario en vivo y en directo.
El teatro es uno de los espectáculos más emotivos cuando la obra -las obras- funciona bien, pero uno de los más detestables y tediosos cuando el espectador, presa de la vergüenza ajena, termina por mirar al techo antes de seguir viendo lo que ocurre ante sus ojos. Rara vez una película produce tanto gozo o tanto espanto como una obra teatral. Y no se trata de repetir una colección de tópicos, ya que sólo el teatro transmite la sensación de que sus creadores se dirigen directamente a cada uno de los espectadores y el cine no es al fin y al cabo más que un sortilegio de la luz. El desdén hacia observaciones tan básicas está llevando a nuestro teatro a la ruina, de la mano de autores dotados de la imaginación propia de la peor televisión, de intérpretes que no saben colocar la voz ni para que se entienda lo que dicen, por no hablar de que rara vez saben qué hacer en escena con su cuerpo, y de directores, en fin, lastrados por una pulcra desidia o arruinados por una incomprensible megalomanía. Curiosamente, lo que ha mejorado mucho, incluso en los trabajos más mediocres, es la iluminación. Un misterio que habrá que descifrar otro día.
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