El Théâtre du Soleil renueva la narrativa teatral con su estreno en París de Les Éphémères, un impresionante drama de ocho horas dirigido por Arianne Mnouchkine
EL PAÍS. Babelia. Javier Vallejo. 12/abril/2008.
A mediodía, cincuenta minutos antes de que Les Éphémères comience, el graderío doble, de aire decimonónico, está a reventar: creí que esto sólo pasaba hoy en el fútbol. Tres personas acomodan a los rezagados. Una es Arianne Mnouchkine, directora del Théâtre du Soleil, que arrima el hombro como uno más. Tengo suerte: queda un escaño libre en la segunda fila de la grada oeste. El público se fotografía: eso tampoco lo había visto en un teatro. Éste bulle como un cine de barrio. El escenario, central, es el más largo y estrecho que haya visto jamás: con dar dos pasos, los espectadores de uno y otro lado nos encontraríamos en medio. En los extremos, hay dos portones con telones corredizos. Mnouchkine advierte: "Cuando se abran, entrará una corriente que en las primeras filas será insoportable. Les rogamos que acepten estas mantas". Mientras nos arropamos, comienza el espectáculo. Por el portón derecho, sobre una plataforma circular rodante, entran la verja y la puerta de una casita, con el cartel de "se vende". Detrás, viene una mujer. Se queda mirando el cartel melancólicamente, abre la puerta con llave y, al atravesarla, aparece otra plataforma con el salón, por el lado opuesto. Camina hasta allí. Se sienta. Un hombre joven ve el cartel y llama. Ella le abre, le hace pasar al salón, le ofrece ver el jardín. La puerta con el cartel desaparece por donde vino, el salón se desliza hasta ocupar su lugar y el jardín mencionado aparece por el lado opuesto. La propietaria y el comprador entran en él. Narro esta secuencia con detalle para que visualicen esas tres plataformas, deslizándose a ras de suelo en una dirección, con sus escenografías respectivas, y los actores atravesándolas limpiamente en dirección contraria. Es un travelling con todas las de la ley, resuelto sin pantalla, cámara ni gadget tecnológico alguno. Mnouchkine ha trasladado el lenguaje cinematográfico al teatro con una inventiva alucinante. Sólo por eso, este espectáculo vale lo que dura. Pero es que, además, nos tiene en vilo. Fíjense: no sabemos nada de la dueña de la casa ni del comprador, pero cuando su abogado le extiende un papel para que firme el compromiso de venta y ella se queda pensativa, deseamos profundamente que se eche atrás. Sin habernos puesto en antecedentes, Mnouchkine consigue que nos pongamos en el pellejo de quien parece estar vendiendo a su pesar, empujada quién sabe por qué giro de la fortuna. Y en cuanto la mujer firma, todo y todos se esfuman, entran personajes nuevos en sus platós rodantes, y comienza otra historia.
En Les Éphémères (Los efímeros) hay una docena de historias que se entrecruzan, se interrumpen, reaparecen y confluyen. Alguna vale por sí sola el espectáculo entero.
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