Por Daniel Fermani
En un instante es posible saber lo que sucede en las antípodas del mundo o puede enviarse un mensaje que llegará pocos segundos después a cualquier lugar del planeta, o también se puede localizar a una persona en donde se encuentre, a través del teléfono celular. El sistema consumista nos ha convencido de que vivimos en la “era de las comunicaciones”. Este axioma implicaría tácita y no tan tácitamente que nunca estaremos solos, que el silencio puede ser nada más que una elección, que podemos estar junto a todos nuestros seres queridos solamente apretando algunos botones. Y en un cierto sentido todo esto es cierto (de la superación de la soledad a la felicidad debería haber sólo un paso, por lo tanto sáquense las debidas conclusiones acerca del poder de las herramientas con que el mercado maneja nuestras convicciones). Lo que no revela el sistema deshumanizante en el cual vivimos, es que toda esta tecnología no nos está comunicando verdaderamente, sino que nos está aislando ulteriormente, convirtiendo al hombre en un ser que habla sólo por máquinas y a través de máquinas. El ser humano ya no necesita la presencia física de otro ser humano para intercambiar información, para trabajar o para expresar lo que siente. El abrazo, el beso, la cercanía física, el roce entre dos cuerpos que se comunican también a través de su proximidad, van perdiendo vigencia en nuestra sociedad a tal punto que llegará un día en que todos éstos serán gestos que provoquen desconfianza, y de allí pasarán a ser de mal gusto e incluso inmorales. Este sistema cómodo e impersonal impuesto por la tecnología producirá paulatinamente una repugnancia hacia la verdadera comunicación, la comunicación que requiere la presencia en cuerpo y alma de dos o más personas, en un tiempo y espacio determinados. Porque esta tecnología de la comunicación ha roto también el paradigma del tiempo, y un mensaje escrito la semana pasada puede llegar hoy a nuestro teléfono celular, con su contenido actualizado por este error del sistema, y por lo tanto influirá en el instante de su arribo sobre nuestra existencia con un retraso que se actualiza casi mecánicamente. Y viceversa, la velocidad de llegada de nuestros mensajes tecnológicos (pretendidamente humanos) hace que cuerpo, mente y espíritu se debatan en la vorágine de una fuerza centrípeta en la que ya no pueden mantenerse unidos sino a costa de esfuerzos enormes y de “carreras contra el tiempo”. Porque el tiempo tradicional también ha sido manipulado por la tecnología de la “era de las comunicaciones”, a tal punto que no sólo podemos resolver numerosos compromisos sociales y laborales a través de Internet y del celular, sino también que el trabajo que antes precisaba horas para ser llevado a cabo, ahora requerirá minutos, por lo tanto la explotación del hombre se ve inmensamente favorecida por esta mencionada tecnología.
¿Pero qué tiene que ver esto con el teatro?
El hombre actual se aleja cada vez más de cualquier tipo de comunicación que implique la presencia física -al menos de la verdadera comunicación, la que significa intercambio de ideas, discusión y debate generadores de reflexión y pensamiento- y por lo tanto un hecho artístico que lo obligue a una interacción con y entre personas de carne y hueso, le causará cada vez mayor repugnancia. El teatro vuelve la presencia física de espectador y actor un hecho obligatorio, y se trata de una presencia no sólo física, sino de una actitud, predisposición y desnudez espirituales que llevan a ambos protagonistas del hecho teatral antes que nada a un compromiso humano. El espectador teatral baja las defensas, deja de lado su desconfianza y sus prejuicios, para dejarse atravesar por alguien que está cabalgando sobre defensas, desconfianza y prejuicios: el actor. Y ese compromiso mutuo cuesta cada vez más. Es un esfuerzo que de tan humano empieza a resultar inhumano. Y de tan inhumano se vuelve ciclópeo para el hombre común, que habla con Japón dos veces por día, escribe a amigos de todo el país en su celular, y chatea con los europeos cada vez que puede o “tiene tiempo”. Pero ninguna de estas actividades “comunicativas” le requiere lo que una obra de teatro: poner su cuerpo en una butaca, abrir su mente y disponer su espíritu para que sean penetrados por el arte vivo, ése que encarnan otras personas de carne y hueso arriba del escenario.
Se vive un mundo en el cual la cercanía física de las personas no implica comunicación, ni mucho menos intercambio, solidaridad o tolerancia, y a su vez la comunicación prescinde cada vez más de la cercanía física. Paradójicamente pareciera que el ser humano –humano quiere decir miembro partícipe de una comunidad que construye y sostiene su andamiaje cultural- se dirige hacia el aislamiento absoluto. Un aislamiento lleno de palabras, palabras que salen de pantallas y auriculares.
¿Podría esta explicación dar razón de la ausencia de espectadores en el teatro, de la reticencia a presenciar obras de contenido, de la demolición imparable de los lugares de teatro en nuestras comunidades, de la amnesia gubernamental acerca de todo lo referido al arte teatral?(1) Tal vez no, tal vez se trata de una especulación demasiado forzada, y los problemas del teatro actual se deban sencillamente a su natural decadencia como forma artística, y a la forzosa difusión y profundización de la ignorancia en la población, que ya no entiende ni se interesa por este tipo de manifestación del arte.
Sin embargo, la fuerza que mueve al teatro es intrínseca y sigue generando material, como un agujero blanco que tuviese la forma de un escenario y dejara escapar actores, dramaturgos, escenógrafos, vestuaristas, iluminadores, tramoyistas. La cuestión es qué hacer con esta energía y con esta pequeña comunidad de exiliados en un mundo que hace arcadas frente al arte vivo.
Si como afirmaba Hamlet, el teatro es capaz de hacer confesar al criminal su crimen, deberíamos obligar a toda la población a asistir a las representaciones teatrales para individualizar en ellas a los asesinos ocultos del teatro. No es casual que políticos, demagogos, cómplices y sicarios del sistema nunca asistan al teatro.
Pero el anatema sigue incólume, y podemos observar fenómenos sorprendentes, como lo son el brote y la difusión exitosa de manifestaciones populares como el teatro comunitario, sin que este hecho influya, renueve ni impulse en absoluto la actividad teatral tradicional y su incidencia en la sociedad. Probablemente la cuestión es resultado de una intrincada red de factores que tienen en lo político y lo económico su base, en lo tecnológico su estructura, en lo cultural su motivación y en lo social su justificación. Probablemente las razones de la existencia del teatro, ésas que siguen contaminando a muchas personas para llevarlas a trabajar toda su vida en este arte, hayan quedado aplastadas para el resto de la sociedad a causa de algunos de estos factores o de una combinación letal de todos ellos. La negación de la importancia del teatro para el mantenimiento de la salud social, y la banalización permanente de este arte, considerado suntuario y de entretenimiento desde muchos ámbitos, no sólo el oficial, se explica a la luz de una sociedad incapaz de decodificar, de construir significados nuevos, de imaginar, de crear y por lo tanto de rebelarse.
Ya no podemos decir que nuestra sociedad “sufre” tal o cual mal, sino que debemos acostumbrarnos a decir que nuestra sociedad “es” de este modo, lo cual ya sería un síntoma de madurez que nos ayudaría a aceptar más sinceramente nuestro tiempo y nuestras características. Sobre esta base deberemos entonces preguntarnos si es lícito insistir en preservar valores y gustos procedentes de un pasado ya remoto, o si será necesario idear nuevos caminos, nuevos modos de expresión que condigan armoniosamente con la sociedad en que vivimos. Pero si acabamos de decir que somos incapaces de crear, construir e imaginar, entonces nos encontramos en un callejón sin salida que nos conducirá única e inevitablemente hacia los modelos, vendidos por buenos, de la televisión y los medios de comunicación masiva. La sorprendente tozudez de los artistas teatrales en su empeño por seguir remando contra una corriente que ya no es corriente sino la marea que mueve los océanos, puede ser solamente un síntoma de enfermedad, un gen recesivo que trae a la superficie una tara ya masivamente superada en el resto de la humanidad.
El teatro posiblemente sea entonces uno de estos genes recesivos, el más recesivo y el más urticante de todos, porque sigue discutiendo en carne y hueso con personas de carne y hueso, mientras que el resto de las disciplinas artísticas tienen la ventaja de soportar insultos y alabanzas en silencio, sin la disgustosa presencia del artista. Habría que intentar la supresión total de este tipo de manifestaciones teatrales y de quienes las realizan, para comprobar sus efectos en la sociedad a corto, mediano y largo plazo. Un mundo sin teatro ni teatristas no es un imposible, ya fue intentado por algunos regímenes totalitarios, y como es evidente la humanidad ha seguido en pie. Si la salud de nuestra sociedad se mide por el grado de productividad, pero sobre todo de consumismo, como demuestran diariamente los índices oficiales de gastos y consumo de la población, sería muy recomendable dar este golpe y perpetrar de una vez esta eliminación, que sin duda va a generar un saludable aumento del citado consumismo. Obligar a un normal ciudadano a presenciar la actuación de otra persona viva, de carne y hueso, en un momento y un lugar –un aquí y un ahora- puede ser una tortura inútil como aquélla a la que fue sometido el protagonista de “La naranja mecánica”, y sus resultados, como en el caso de esa célebre novela, distarán mucho de ser los esperados. Mantener los ojos abiertos con pinzas para obligar a ver lo que debiera o no debiera ser, no funciona. El orden del mundo también es una construcción derivada de un pensamiento, y es hora de reconocer que nuestro mundo actual no es la construcción que tenían los griegos del S. V a C., ni los ingleses que propulsaban el teatro en la época Isabelina.
Por lo tanto, ¿existe un modo de adecuar el teatro a este mundo y a esta época, o seguiremos insistiendo en un arte que parece perimido en esta estructura socio-político-económico-cultural? Naturalmente, la respuesta de todos los que aman el teatro (que no deben llenar una provincia argentina los verdaderamente enamorados, en este amplio y vasto mundo) sería que se debe seguir adelante contra viento y marea. Es una respuesta más estúpida que suicida, si bien algunos podrían aducir que adecuar el teatro a estos tiempos es tan sacrílego como dejar de hacer teatro.
Quién sabe si la experimentación teatral pueda ser un camino, si pueda brindar una opción de supervivencia legítima al arte teatral ante la “era de las comunicaciones”, o si muy por el contrario, esta experimentación y sus muy discutidos resultados no hacen más que complejizar el problema, colocando el arte teatral en un plano de incomprensibilidad que lo enrarece y lo vuelve aún más repugnante al hombre tecno-consumista.
(1) Hablamos naturalmente de teatro underground, independiente, el teatro de búsqueda y de contenido, incluso en el género llamado cómico. No hay tanto olvido oficial en el momento de ofrecer salas y cachet a las compañías comerciales o a las “estrellas” salidas de los escenarios televisivos.
(Tomado de LA VORÁGINE Revista Independiente de TEATRO. Nº 23. Noviembre 2009)
1 comentario:
Hola, enhorabuena por el blog, encuentro artículos muy interesantes y variados sobre el teatro. Te subo a la lista de seguimiento.
Creo que Daniel Fermaní tiene reflexiones buenas y otras que se pierden, por ejemplo, creo que el título de esta adolece de visceral y la reflexión queda como a la deriva pero igualmente es interesante. Le he echado un link a mi blog.
Saludos y gracias
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